Tierna, dura y emotiva, con ambición comercial sin perder sello
autoral, el film sobre la trágica ídola de la bailanta se constituye como la
gran biopic musical del cine
argentino.
La cultura
musical argentina rebosa, lamentablemente, de íconos fatales. Desde Carlos Gardel hasta Rodrigo, pasando por Federico Moura, Luca Prodan y Norberto “Pappo”
Napolitano, sus historias entregan valioso material para obras que nunca llegaron
a concretarse (al menos, dignamente) en la pantalla grande local. Así, a
diferencia de lo que ocurre en Hollywood y otros mercados, la biopic musical es una deuda pendiente del
cine nacional, un género que, acaso, solo fue explorado (y explotado) con éxito
por Tango Feroz, con su muy libre y
polémica adaptación de la vida de José
Alberto “Tanguito” Iglesias.
Gilda: no me arrepiento de este amor, el film que hoy se
estrena en más de 240 salas de nuestro país, salda una buena parte de ese
pasivo, con una realización impecable y una descollante
interpretación de Natalia Oreiro en
el rol de la más recordada heroína de la bailanta.
La
película de la directora Lorena Muñoz se centra en los últimos años de la vida
del personaje, cuando Miriam Alejandra Bianchi deja de ser una melancólica maestra jardinera de
Villa Devoto y se juega por un deseo, convirtiéndose en Gilda, un fenómeno de la música tropical, primero, y una santa
pagana, después.
Este es un relato de
superación, de lucha contra las adversidades (económicas, culturales, sociales),
de “seguir los sueños” cueste lo que cueste y, en ese sentido, la producción no
oculta su ambición de blockbuster y apela
a todos los recursos de una típica biopic
hollywoodense en esa tónica, incluido un timing
de marketing perfecto: estrenarse
justo cuando se cumplen veinte años de la muerte de la artista. Pero eso no significa
que Muñoz, en su primer trabajo de ficción tras una vasta experiencia en el ámbito
documental, haya resignado la visión personal y las asperezas de la realidad.
Gilda… guarda
un cuidado equilibrio entre lo comercial y lo autoral. Divierte, emociona e inspira
desde su mensaje feminista, ya que, en esencia, esta es la historia de una madre
de casi 30 años que despierta y se anima a romper con los sojuzgamientos machistas
para encontrar su verdadero ser. Al mismo tiempo, no ahorra en durezas. Sin
demonizar, muestra las miserias mafiosas del circuito de la bailanta y aborda,
con cariño y respeto, el drama de la intimidad de Gilda: el dolor por la muerte
de su padre (encarnado por Daniel
Melingo); la convivencia con un marido celoso y enfermo; el romance con su pareja
artística, “Toti” Giménez; y el terrible
final en aquella maldita Ruta 12 (reflejado con una elegancia y un lirismo sobrecogedor).
Y en esa construcción, el trabajo de Natalia Oreiro
es soberbio. Como un presagio, con sus canciones Gilda siempre estuvo signando su
carrera, desde aquel personaje de “La Cholito” en Muñeca Brava hasta “La Monito” de Sos Mi Vida, y ponerse en la piel de la cantante parecía un destino
escrito hasta por la naturaleza: el parecido físico entre ambas en escena es
asombroso. Sin dudas, este es el papel de su vida para la actriz, que hace una verdadera
composición en tres dimensiones, de esas que logran traspasar la pantalla y
tocar el corazón del espectador.
El gran mérito del film es
ayudar a entender, más allá de los trazos gruesos que tiene, por qué Gilda es un
ícono cultural que atravesó géneros y clases sociales. ¿Acaso no la cantamos en
la cancha? ¿No fue musa rockera de Attaque
77, Leo García, Pablo Krantz y Los Enanitos Verdes? ¿No la bailó Mauricio Macri, pasito a pasito, hasta
llegar a la Casa Rosada? ¿Y cuántos oligarcas se sintieron un poco más
populares al compás de su groncho sonido?
Las respuestas están a la vista en este amoroso retrato de una
artista que es, como alguna cantó otro ídolo trágico de nuestra música, “parte
de todos”.Leer en GeneraciónB.com >>
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