miércoles, 14 de septiembre de 2016

Gilda: Santa película

Tierna, dura y emotiva, con ambición comercial sin perder sello autoral, el film sobre la trágica ídola de la bailanta se constituye como la gran biopic musical del cine argentino.



La cultura musical argentina rebosa, lamentablemente, de íconos fatales. Desde Carlos Gardel hasta Rodrigo, pasando por Federico Moura, Luca Prodan y Norberto “Pappo” Napolitano, sus historias entregan valioso material para obras que nunca llegaron a concretarse (al menos, dignamente) en la pantalla grande local. Así, a diferencia de lo que ocurre en Hollywood y otros mercados, la biopic musical es una deuda pendiente del cine nacional, un género que, acaso, solo fue explorado (y explotado) con éxito por Tango Feroz, con su muy libre y polémica adaptación de la vida de José Alberto “Tanguito” Iglesias.

Gilda: no me arrepiento de este amor, el film que hoy se estrena en más de 240 salas de nuestro país, salda una buena parte de ese pasivo, con una realización impecable y una descollante interpretación de Natalia Oreiro en el rol de la más recordada heroína de la bailanta.

La película de la directora Lorena Muñoz se centra en los últimos años de la vida del personaje, cuando Miriam Alejandra Bianchi deja de ser una melancólica maestra jardinera de Villa Devoto y se juega por un deseo, convirtiéndose en Gilda, un fenómeno de la música tropical, primero, y una santa pagana, después.

Este es un relato de superación, de lucha contra las adversidades (económicas, culturales, sociales), de “seguir los sueños” cueste lo que cueste y, en ese sentido, la producción no oculta su ambición de blockbuster y apela a todos los recursos de una típica biopic hollywoodense en esa tónica, incluido un timing de marketing perfecto: estrenarse justo cuando se cumplen veinte años de la muerte de la artista. Pero eso no significa que Muñoz, en su primer trabajo de ficción tras una vasta experiencia en el ámbito documental, haya resignado la visión personal y las asperezas de la realidad.

Gilda… guarda un cuidado equilibrio entre lo comercial y lo autoral. Divierte, emociona e inspira desde su mensaje feminista, ya que, en esencia, esta es la historia de una madre de casi 30 años que despierta y se anima a romper con los sojuzgamientos machistas para encontrar su verdadero ser. Al mismo tiempo, no ahorra en durezas. Sin demonizar, muestra las miserias mafiosas del circuito de la bailanta y aborda, con cariño y respeto, el drama de la intimidad de Gilda: el dolor por la muerte de su padre (encarnado por Daniel Melingo); la convivencia con un marido celoso y enfermo; el romance con su pareja artística, “Toti” Giménez; y el terrible final en aquella maldita Ruta 12 (reflejado con una elegancia y un lirismo sobrecogedor).

Y en esa construcción, el trabajo de Natalia Oreiro es soberbio. Como un presagio, con sus canciones Gilda siempre estuvo signando su carrera, desde aquel personaje de “La Cholito” en Muñeca Brava hasta “La Monito” de Sos Mi Vida, y ponerse en la piel de la cantante parecía un destino escrito hasta por la naturaleza: el parecido físico entre ambas en escena es asombroso. Sin dudas, este es el papel de su vida para la actriz, que hace una verdadera composición en tres dimensiones, de esas que logran traspasar la pantalla y tocar el corazón del espectador.

El gran mérito del film es ayudar a entender, más allá de los trazos gruesos que tiene, por qué Gilda es un ícono cultural que atravesó géneros y clases sociales. ¿Acaso no la cantamos en la cancha? ¿No fue musa rockera de Attaque 77, Leo García, Pablo Krantz y Los Enanitos Verdes? ¿No la bailó Mauricio Macri, pasito a pasito, hasta llegar a la Casa Rosada? ¿Y cuántos oligarcas se sintieron un poco más populares al compás de su groncho sonido?

Las respuestas están a la vista en este amoroso retrato de una artista que es, como alguna cantó otro ídolo trágico de nuestra música, “parte de todos”.

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