Se reeditó el célebre
libro Corazones en llamas: historias del
rock argentino en los 80, y hablamos con su coautora, Cynthia Lejbowicz.
Como periodista del Suplemento
Sí! de Clarín durante los años 80, Cynthia
Lejbowicz fue testigo de la explosión del rock nacional. Junto a su
compañera en el diario Laura Ramos,
estaban inmersas en el ambiente, cubrían la escena y estuvieron presentes (o
recibieron de primera mano) en muchos de los acontecimientos que, más tarde, serían
parte de la memoria grande de la música local.
En 1991, ambas escribieron Corazones en llamas, que, con la precisión de la crónica
periodística y una calidez de confidencias entre copas, revela la década más
ardiente del rock nacional. Entre anécdotas imposibles, recuerdos y episodios
cómicos y trágicos, las autoras recorren los que ya son mitos —como los comienzos
de Virus, Soda Stereo y Sumo, las
noches de Einstein, Cemento, Nave Jungla y el Parakultural, el enamoramiento de
Fito Páez y Fabiana Cantilo, los escándalos de Charly García (en su etapa más demoledora de hoteles) y los
primeros (y violentos) festivales locales— en la forma de historias mínimas de
aquella gran generación.
El libro fue un best
seller que llegó a vender más de 50.000 ejemplares y tuvo varias reimpresiones
que, sistemáticamente, se agotaban. Hoy, 25 años después, llegó a las librerías
una nueva edición corregida y actualizada (con un dossier de fotos íntimas, extraídas de los archivos personales de varios
artistas), una excusa ideal para hablar con Lejbowicz y recordar esos tiempos candentes.
Corazones… se puede leer cómo una crónica de aquellos días, pero
también tiene un espíritu de charla de madrugada en la que se cuentan anécdotas…
Sí, tal cual. Incluso por la manera en la que fuimos juntándonos con los protagonistas. Era otra época, en la que levantabas el teléfono y hablabas directamente con el músico, o él te llamaba para pedirte que escucharas el disco que estaba haciendo. Fueron todas reuniones informales muy hermosas: desde cocinar en casa para Gustavo Cerati, y quedarnos hasta el amanecer conversando y tomando unos vinos blancos; hasta ir con los Virus a comer a un restaurante enfrente del Parque Chacabuco, cuyo dueño era superfan de la banda, y después irnos a la casa de Laura, donde Marcelo [Moura] recordaba mientras su hermano Julio tocaba el piano.
¿Cómo fue reencontrarte
25 años después con estas historias? Hay muchos que, lamentablemente, ya no
están y otros que están en un lugar muy diferente en su vida…
Fue supermovilizador, especialmente por los que hoy no están. En mi dedicatoria pongo a Luis, el Negro y Gustavo en mi corazón, que son tres muertes muy significativas desde que salió el libro. En realidad, hay muchos más. En un momento, pensamos en hacer algún tipo de aclaración, y estuvo bien Laura en decirme: “Cynthia, la gente se muere y se va a seguir muriendo, y el libro es así”. Tratamos de ser muy fieles al espíritu de la época cuando lo escribimos.
Hablar de esa era es
recordar inevitablemente a Luca, Federico Moura y Cerati. ¿Cómo eran?
A Luca lo fui a ver un par de veces como espectadora y lo conocí en los episodios que contamos del festival de La Falda. Cuando se armó ese desastre, y muchos corrían por la calle porque se habían robado amplificadores, micrófonos y era todo una desbandada, pasamos por delante de una discoteca y estaba Luca charlando con un grupo de pibes. Nos quedamos hablando con él de lo que había pasado. Me parece que las situaciones caóticas, el bardo, lo divertían, así que estaba bastante entretenido.
A Federico lo vi en un par de conciertos, le di un beso en
camarines, pero no lo traté porque no le hice una nota ni llegué a tener más
vínculo. Con Gustavo sí tuve mucha relación, porque fui a muchos de sus
conciertos y fui pareja varios años de Daniel
Kon, que fue representante de los Soda. Además, cuando se enfermó el papá
de Gustavo, Juan José, yo tenía contactos con la gente que estaba relacionada en
aquel entonces a la crotoxina, ¿te acordás? A mi viejo le había dado un buen
resultado, sobre todo en lo anímico. Y Gustavo la quería para su papá.
Estuve mucho tiempo sin ver a Gustavo hasta que un día,
antes de viajar a Nueva York para acompañar a Teresa Parodi, me lo encontré con Ezeiza. Estuvimos un rato lindo
charlando, poniéndonos al día, y después cada uno se fue a su vuelo. Él
empezaba esa gira de la que nunca volvió. Recuerdo que lo vi con carita de agotado,
con una belleza cansada.
En estos 25 años
cambiaron muchas cosas en el rock en términos de lugares, de ideales, de
comportamientos. Hoy, el rockero reventado que tira televisores desde la
ventana del hotel es una figura ridiculizada. Lugares como Halley, Cemento o
Nave Jungla estarían cerrados. ¿Te preguntaste, en la reescritura, por esos
inconcebibles?
Sí. Recuerdo haber ido a Halley a ver a los Redondos con los hijos de unos amigos,
chiquitos, y me fui, salí al exterior, porque sentí que los estaba poniendo en
riesgo. En Obras con los Redondos me pasó lo mismo, pero no por algo particular
con ellos; no. Pero seamos realistas: lo de Cromañón podría haber ocurrido
miles de veces antes.
Al principio, me parece que tenía que ver con algo de
inconsciencia, hasta con cierto grado de esa omnipotencia joven de que la vida
es eterna. Pero hoy tiene que ver más con empresarios inescrupulosos, hijos de
mil putas, dispuestos a cualquier cosa para enriquecerse. Basta pensar en lo
que pasó recientemente en la fiesta electrónica. Eso es, directamente, armar
una tumba.
Cambiaron mucho las cosas porque, en aquella época, esto no
era un gran negocio. En el dossier
fotográfico del libro hay una foto de un disco de Soda Stereo que Gustavo le
regaló a Richard Coleman autografiado que dice: “Nunca
vamos a cobrar regalías, pero ¿a quién le importa?”. Hoy, por suerte, es fácil
que un chico arme una banda y grabe, es accesible llegar a una guitarra. Ningún
padre te mira como si estuvieras loco si querés ser músico. En aquel momento,
todavía significaba romper un montón de esquemas hacerlo. Y no había comenzado
el gran negocio. No se pensaba desde la idea de “vamos a hacer nuestro primer
millón”. Eso hace una diferencia enorme de los tiempos. Después, se convirtió
en un supernegocio donde entraron todo tipo de personas, para las cuales era lo
mismo ser gerente de marketing de una
embotelladora de Coca-Cola que de una discográfica. De hecho, así ocurrió.
¿Sería posible
escribir un libro así sobre la escena de los 90 o de los últimos años del rock
nacional?
Nos lo propusieron y, en lo personal, dije que no por sentirme
alejada etariamente. Desde mi punto de vista, y puede sonar a comentario de
señora mayor, no hubo música como la de los 80. Creo que pasó mucho en los
últimos años esta cosa de querer triunfar. El querer tener éxito se anteponía,
y eso podrá ser válido para los Gran
Hermano y esos realities.
Está instalada la
idea de que, en las últimas dos décadas, no aparecieron figuras de la misma
talla de las que surgieron en los 80, que no hubo un recambio y hasta esa
sensación de que no surgió la misma “magia”…
Sí, completamente de acuerdo. Y hago esfuerzos a diario,
porque es algo que me surge seguido en conversaciones. Se fueron Luis, Gustavo,
Federico... Charly por suerte está, y creo que nos va a enterrar a todos
[risas]. Pero es un hombre grande y ha machacado su cuerpo lo suficiente como
para dar muestra de que es frágil, humano. Incluso Fito ya no es el de antes: el
que a mí me gustaba era otro.
En los 80, había toda una escena muy fuerte, no solo de
músicos, sino de lugares, actores… Creo que es una más de las paradojas del ser
humano. Los tiempos duros, complicados, como fueron los de la Dictadura,
generan espacios más subterráneos, de gente que estaba en ebullición haciendo
cosas. El ansia de libertad suele ser una tierra fértil para las cosas creativas.
No estoy argumentando que esto sea la razón: solo miro que estamos en tiempos
bravos otra vez y no sé cómo van a responder las sociedades. Pero, claramente,
aquello tuvo algo que ver con un salir al mundo.
De todas formas, siento que soy grande y que hay cosas que
no alcanzo a comprender. A mí la música electrónica nunca me gustó. Mi sobrina
de 20 me hace escuchar cosas que me agradan, pero no me llegan. Entonces no sé
si es mi distancia o es que no está habiendo cosas. No lo sé…
El libro comienza con
la frase de Marco Polo: “Y solo conté la mitad de lo que vi”. ¿Qué hay en la
otra mitad?
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