Los pioneros de la
electrónica se presentaron en el Luna Park y exhibieron un concierto como pieza
de arte.
Una parte de lo que puso en duda la realización del
concierto de Kraftwerk en Buenos
Aires, más allá de las mentes obtusas de algunos funcionarios, era saber qué es
un show de Kraftwerk. ¿Es una “fiesta
electrónica”, como aducía quien estableció, en su momento, la suspensión del recital?
Bueno, no lo es en los términos en los que la absurda prohibición imperante lo
considera. Pero, a la vez, sí: lo de Kraftwerk anoche fue una fiesta. Su música
es una celebración de los logros del siglo xx.
Estos pioneros de la electrónica les cantan a las autopistas, la
radioactividad, los teléfonos, los medicamentos, los robots y las computadoras
personales. Lo suyo es el folclore de la era atómica.
Ah, entonces es un concierto de música. Sí, claro, pero
también es mucho más que eso. ¿Qué otra banda ha tocado todo su catálogo en
vivo en museos, tal como los alemanes lo hicieron como “residentes” en el MoMA
de Nueva York o en el Tate Modern de Londres, como si se tratase de una exposición
retrospectiva multimedia?
Bien, entonces es una pieza de arte. Y sí: Kraftwerk es una
obra en movimiento, retropropulsada por su futurismo añejo, en constante interpretación,
reinterpretación, perfeccionamiento y actualización de su clásico imaginario
visual y sonoro. Es así que “Radioactivity” pasó de oda nuclear a himno
ecologista, ahora con la adición de Fukushima al listado de desastres de
Chernobyl, Harrisbug, Sellafield e Hiroshima. Los placares de sintetizadores de
antaño fueron reemplazados por pequeños controladores. Las formas humanas de
Ralf Hütter (único sobreviviente del cuarteto original) y compañía dieron paso
a las siluetas digitales. Y las tradicionales proyecciones que acompañan las
ejecuciones de “Computer World”, “The Man-Machine”, “Neon Lights”, “The Robots”
o “Electric Café” (acaso, la “sorpresa” de la noche) ahora son en 3D.
Los germanos no ofrecieron un espectáculo muy diferente al
de las pasadas tres presentaciones que dieron en nuestro país (1998, 2004 y
2009), ni a las que vienen realizando por todo el mundo en los últimos diez
años. Las versiones de los temas tienen mínimos cambios y la iconografía que
anima cada canción en las pantallas se mantiene casi inalterable. Y está bien
que así sea: ¿Quién entra a un museo y le cambia los colores a un Mondrian o la
tipografía a un Ródchenko?
La repetición, lo esperable, es parte esencial de Kraftwerk,
es su “estilo”. Uno se sube a la “Autobahn”, aborda el “Trans-Europe Express” o
se deja llevar hasta el infinito por “Musique Non Stop” y sabe que está en dinámico
viaje, ahora anteojitos mediante, hacia otra dimensión (conocida, única) del
arte.
Foto: Juan Borges
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