The Deram Anthology permite redescubrir al artista mucho antes de
que cayera a la Tierra.
Antes de Ziggy, Aladdin y aún más lejos de su versión del
extraterrestre Thomas Newton, hubo un David
Bowie que, ahora, parece más alienígena. Un escuálido veinteañero de
peinado mod y look eduardiano, amante del music hall e ignorante del glam, con el
que podemos (re)hacer contacto.
Universal acaba de editar en nuestro país The Deram Anthology 1966 – 1968, una
colección cronológica de los trabajos que el cantante realizó para aquel sello (subsidiario
del famoso Decca), que nos muestra un asombroso y no muy conocido período del
plástico artista: esos años en los que deja atrás The King Bees, The Manish
Boys, The Lower Third y The Buzz, abandona el nombre Davy Jones
y comienza a moldear su leyenda como David Bowie.
Originalmente lanzado en 1997, el álbum incluye los primeros
singles que grabó para esa
discográfica, sus respectivos lados B y su disco debut completo, una
experiencia que, para quien esté acostumbrado al sonido del Duque Blanco, puede
resultar «el equivalente en vinilo de una mujer loca en el ático» (como alguna
vez el biógrafo David Buckley
describió al primer álbum de Bowie).
Estas son veintisiete canciones de un artista en búsqueda y fuera
de tiempo que, en plena era de psicodelia, LSD, distorsión, y en medio de las
apariciones de Pink Floyd, The Doors y Jimi Hendrix, prefería encontrar su primera forma en los musicales
y el varieté de artistas como Danny Kaye y Anthony Newley. El trabajo de este polifacético
compositor británico fue una influencia formadora para Bowie desde que vio su
obra de temática circense Stop the World – I
Want to Get Off, de 1961, en el West End. «En ese momento empecé a elaborar mi propio
estilo. Newley era el único que no intentaba cantar con un falso acento norteamericano»,
dijo años más tarde, cuando ya se había convertido en Ziggy Stardust. Y en
canciones como «Rubber Band» y «The Lonely Boy» puede escucharse cómo imita su
estilo vocal y hasta exagera la pronunciación británica.
La antología puede resultar el extraño encuentro con un Bowie de otra
dimensión, pero también es el anticipo del genio que caería a la Tierra poco
después. En la teatralidad de canciones como «Uncle Arthur», «Little
Bombardier», «Silly Boy Blue», «There is a Happy Land» y «Please Mr.
Gravedigger» boceta sus primeros personajes. Hay rastros de Aladdin Insane en la joya «Let Me Sleep
Beside You». Y no cuesta imaginar en el soundtrack
de Laberinto (1986) a la
infantil «The
Laughing Gnome», una canción inconcebible hasta para Alvin y las Ardillas que el artista, treinta años más tarde, llegó
a asociar como precursora de «Little Wonder».
«Para mí, un camaleón es algo que se disfraza para verse lo
más parecido posible a su ambiente. Siempre pensé que hice exactamente lo
opuesto a eso», decía Bowie en 1993, sobre el mote que lo acompañaría gran
parte de su vida. Este disco es el primer testimonio de cuán ciertas fueron
esas palabras.
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