viernes, 5 de febrero de 2016

Encuentro cercano con el primer David Bowie

The Deram Anthology permite redescubrir al artista mucho antes de que cayera a la Tierra.



Antes de Ziggy, Aladdin y aún más lejos de su versión del extraterrestre Thomas Newton, hubo un David Bowie que, ahora, parece más alienígena. Un escuálido veinteañero de peinado mod y look eduardiano, amante del music hall e ignorante del glam, con el que podemos (re)hacer contacto.

Universal acaba de editar en nuestro país The Deram Anthology 1966 – 1968, una colección cronológica de los trabajos que el cantante realizó para aquel sello (subsidiario del famoso Decca), que nos muestra un asombroso y no muy conocido período del plástico artista: esos años en los que deja atrás The King Bees, The Manish Boys, The Lower Third y The Buzz, abandona el nombre Davy Jones y comienza a moldear su leyenda como David Bowie.

Originalmente lanzado en 1997, el álbum incluye los primeros singles que grabó para esa discográfica, sus respectivos lados B y su disco debut completo, una experiencia que, para quien esté acostumbrado al sonido del Duque Blanco, puede resultar «el equivalente en vinilo de una mujer loca en el ático» (como alguna vez el biógrafo David Buckley describió al primer álbum de Bowie).
Estas son veintisiete canciones de un artista en búsqueda y fuera de tiempo que, en plena era de psicodelia, LSD, distorsión, y en medio de las apariciones de Pink Floyd, The Doors y Jimi Hendrix, prefería encontrar su primera forma en los musicales y el varieté de artistas como Danny Kaye y Anthony Newley. El trabajo de este polifacético compositor británico fue una influencia formadora para Bowie desde que vio su obra de temática circense Stop the World – I Want to Get Off, de 1961, en el West End. «En ese momento empecé a elaborar mi propio estilo. Newley era el único que no intentaba cantar con un falso acento norteamericano», dijo años más tarde, cuando ya se había convertido en Ziggy Stardust. Y en canciones como «Rubber Band» y «The Lonely Boy» puede escucharse cómo imita su estilo vocal y hasta exagera la pronunciación británica.

La antología puede resultar el extraño encuentro con un Bowie de otra dimensión, pero también es el anticipo del genio que caería a la Tierra poco después. En la teatralidad de canciones como «Uncle Arthur», «Little Bombardier», «Silly Boy Blue», «There is a Happy Land» y «Please Mr. Gravedigger» boceta sus primeros personajes. Hay rastros de Aladdin Insane en la joya «Let Me Sleep Beside You». Y no cuesta imaginar en el soundtrack de Laberinto (1986) a la infantil «The Laughing Gnome», una canción inconcebible hasta para Alvin y las Ardillas que el artista, treinta años más tarde, llegó a asociar como precursora de «Little Wonder».

«Para mí, un camaleón es algo que se disfraza para verse lo más parecido posible a su ambiente. Siempre pensé que hice exactamente lo opuesto a eso», decía Bowie en 1993, sobre el mote que lo acompañaría gran parte de su vida. Este disco es el primer testimonio de cuán ciertas fueron esas palabras.



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