jueves, 25 de marzo de 2010

On The Road


No pude terminar el libro. Las 60 páginas que llegué a completar fueron una experiencia abrumadora, como si hubiese vivido en carne propia el desgarrador viaje de ese padre y su hijo hacia el sur, huyendo del frío y la hambruna que dejó un Armagedón que extinguió a casi todas las formas de vida en el planeta; por una carretera arrastrado los últimos pertrechos de la humanidad, esquivando árboles que se desploman carbonizados y ocultándose de los vándalos y los caníbales. Fue demasiado para mí. No hay caso: en tiempos de bajón, hay que viajar a los relatos de verano y no soportar crueles inviernos post apocalípticos. Así que, como Joey en aquel capítulo de Friends donde, asustando, pone a The Shining en el freezer, dejé mi copia de The Road entre milanesas de soja y filetes de merluza. El terror se mantendrá fresco hasta cuando se me vuelva a abrir la garganta (aunque debo confesar que ahora huele muy mal).

Hace unos días conseguí la película y los miedos reaparecieron: que el film no esté a la altura ni de lo que alcancé a leer de la obra; que un director de videos musicales no sea capaz de plasmar la profundidad del relato ni la angustiante visión del autor; que un actor de segunda línea no dé con el papel… y que el DVD termine en el cesto de la basura y no en la heladera.

Todos fueron temores infundados.

The Road es, quizás, la obra más descriptiva, lúgubre pero, a la vez, más “accesible” de Cormac McCarthy y, en ese sentido, John Hillcoat aparece como un director correcto para trasladarla a la pantalla: un creador de clips para bandas que hacen popular lo oscuro, como Depeche Mode, Placebo, Siousxie & The Banshees y Nick Cave (quién, a su vez, escribió el guión y el soundtrack de su anteúltimo film, The Proposition). Por eso, comparar esta adaptación con la que hicieron los hermanos Coen del otro gran texto de McCarthy, No Country for Old Men, es incorrecto e injusto: son dos libros muy diferentes.

El resultado, ciertamente, no tiene nada de MTV. Lo que escritor (d)escribe con cenizas, Hillcoat lo respeta y retrata con alta fidelidad en 16 millones de grises, aunque con ciertos problemas para conseguir una ilación que otorgue el dramatismo necesario a las crudas imágenes (un vicio de “videasta” que intentó resolver con la desafortunada inclusión de ocasionales relatos en off, que distraen y quitan tensión).

Para un argentino, puede resultar complicado ver ahora a Viggo Mortensen sin separarlo del chiste futbolero. Durante el film, uno está esperando la aparición del banderín de San Lorenzo colgando del changuito de miserias que el personaje empuja en su viaje. Pero “Guido”, ese alter ego tribunero del ex Aragorn, desaparece tras una actuación tan escueta y vívida como la prosa de McCarty: le basta con una simple mirada para ponerle color esperanza a un mundo pintado en carbón y conseguir vincularnos con ese padre que está en el duro camino de criar a su hijo (el simple y a la vez hondo núcleo de la historia). ¿Se imaginan a un Tom Cruise o a un Brad Pitt logrando esto? Difícil.

Finalmente, pude llegar al final de The Road. El DVD no terminó acompañando al libro en mi congelador de miedos. Quizás porque la película sea más digerible, o quizás porque me dejó helado.

lunes, 22 de marzo de 2010

La isla siniestra: te conozco, mascarita


Volviste. Te disfrazaste de un Kubrick disfrazado de Hitchcock, pero sos vos: paranoico y violento, el de siempre; de vuelta asustando a la gente, asumiendo algunos riesgos, como te gusta desde hace algún tiempo, con aciertos y errores; dándole vida a imágenes inolvidables y, a veces, vergonzosas (ay, ay, ese diálogo automovilístico sobre esa burda pantalla verde…).
Sí, sos vos, con una película que, si la hiciese otro, sería defenestrada por ser un gran plagio, pero que, en tu caso, es un gran regreso.
Es bueno tenerte otra vez por acá.

viernes, 19 de marzo de 2010

Headbangers

Anvil!, Good Hair y Capitalism: tres documentales para mover la cabeza.


1. Anvil! The Story of Anvil
A principios de los 80, el grupo de metal canadiense Anvil estuvo por conquistar el mundo cuando se codeaba en el escenario del Super Rock Festival de Japón con futuras estrellas como Bon Jovi, Scorpions y Whitesnake. Incluso sus primeros discos son citados por Lars Ulrich, Slash o Lemmy como una importante influencia en sus carreras. La fama nunca les llegó, pero sus dos miembros fundadores, hoy con 50 años, perseveraron por décadas tratando de concretar ese sueño durante las vacaciones de sus trabajos miserables, girando en tren por Europa del Este, tocando en lugares patéticos ante cuatro gatos locos, sin que les paguen y pidiendo dinero prestado a la familia para grabar su decimotercer álbum (quizás, por fin, el que los devuelva a la gloria).
Sacha Gervasi, guionista de The Terminal y ex roadie de la banda cuando era pibe, hace su debut como director y logra, quizás, el mejor documental sobre el mundo del heavy hasta el momento. Hilarante, trágica, vergonzosa, bizarra y conmovedora, la historia de Anvil es la versión real y dramática de This is Spinal Tap y le va a sacar lagrimones hasta al metalero más duro.




2. Good Hair
Chris Rock se mete con la obsesión que tiene la población negra de Estados Unidos por alisar su cabello y descubre una millonaria industria que mueve 9.000 millones de dólares, basada en la comercialización de peligrosos productos capilares (que incluyen hidróxido de sodio, capaz de desintegrar latas de Coca-Cola en pocas horas) y la importación de pelo humano desde la India. Con mucho enjuague humorístico, Rock revela una cultura que esconde, por qué no, una nueva forma de esclavitud.



3. Capitalism: A Love Story
Michael Moore hace un crudo análisis del modelo económico de Estados Unidos a la luz de la reciente crisis financiera, mostrando la desintegración de la industria nacional en las últimas décadas; la precarización laboral, incluso en los empleos más calificados (pilotos de jets comerciales que ganan 1.500 dólares por mes, por ejemplo) y el pacto entre republicanos y demócratas para salvar a los mismos conglomerados empresariales que hundieron al país (cualquier semejanza con la Argentina es pura casualidad).
Quizás este no sea el mejor trabajo del director de Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11, pero tiene el valor de muchas imágenes testimoniales (como ver cómo los bancos echan a la gente de sus hogares cuando no pueden afrontar la hipoteca) y una opinión incendiaria: ¿A cuántos yanquis escuchaste decir que el “capitalismo es maléfico y hay que eliminarlo”?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Misión cumplida


Peter Graves nunca me pareció un gran actor; sin embargo, para mí tuvo un rol importantísimo: desde Mission: Impossible, el programa que le dio su papel más popular, fue uno de las grandes responsables de mi fanatismo por las series televisivas.

Allí encarnó a Jim Phelps, líder de los agentes de la Impossible Missions Force, durante seis de las siete temporadas originales (entre 1966 y 1973) y luego en la irregular remake que se hizo desde 1988 a 1990. Pese a ser la figura principal, su personaje no era mi favorito (ese lugar lo tenían el genial Martin “Rollin Hand” Landau y la preciosa Barbara “Cinnamon Carter” Bain, quizás porque se trataba de la misma dupla estelar de una de mis series de sci-fi preferidas: Cosmos 1999). Pero su figura era uno de los protagonistas más importantes de mis trasnoches frente a la pantalla de Canal 9, allí donde se mezclaba la lucha de estos agentes contra regímenes dictatoriales y organizaciones criminales con las aventuras de Bodie y Doyle, de Los profesionales, y (cuando no había nada para leer o ganas de dibujar) las historias del detective Mannix (más que nada para ver los espectaculares autos que manejaba, aunque ninguno tan bueno como el Ford Capri 3.0 plateado con el que Bodie marcaba neumáticos en las calles de Londres).

En alguna medida, Graves (o Jim Phelps, como prefieran) también fue el jefe que reclutó a todos esos personajes para, en aquellos años de niñez y adolescencia, tomar por asalto mi cabeza, engañar y matar mil veces el aburrimiento y lograr, finalmente, que la TV me conquistara.
Descansá en paz, Peter: misión cumplida.

sábado, 13 de marzo de 2010

Volar y volar...

Dos horas y veinte minutos para recorrer los 39 kilómetros que separan el hotel del aeropuerto. Casi el mismo tiempo que tomó el trayecto desde Ezeiza a Guarulhos. Dos horas y veinte minutos. ¿Cuántos episodios tendría La autopista del sur si Cortázar la hubiera ambientado en el tráfico de São Paulo? ¡Uy! Hubiese jurado que ese Lamborghini, casi un maniquí en los fastuosos concesionarios de Avenida Europa, nos acaba de pasar aspirando la pintura del taxi. O ese Ferrari. O aquel Porsche. Pero no, es mi imaginación, eso no es posible acá, en esta ciudad donde los carteles que marcan 30 Km de máxima son, más que burlas, señales de esperanza y los autos deportivos mueren jóvenes por llevar una vida sedentaria.

Y ahora, que por fin llegaste, otra espera más. ¡Mirá la cola que hay para el check-in! ¿No te habrás olvidado el pasaporte, no? ¿Dónde lo metí? ¡Acá está! En el culo, en el bolsillo del culo. ¿Y los papeles de migraciones? ¿Y el de la AFIP? ¿Mirá si lo perdiste y te hacen pagar por cosas que declaraste? ¡Acá está! En el culo. ¿Por qué los pusiste en el culo? ¿Creés que así te van a ayudar a tapar el hecho de que te estás cagando? Tendrías que haber ido en el hotel, pero claro: hace dos horas y veinte minutos no tenía un sorete aguardando en la puerta dos. Y no pensás ir al baño acá, ¿no? Andá a saber qué peste te podés agarrar.

¿Qué puerta era? Ah, la cuatro. ¿Y qué hago mientras espero el vuelo? ¿Ceno algo? ¿Y qué? La comida de aeropuerto es como la de un hospital condimentada con shopping. ¿Qué elijo? No sé, cualquier cosa, pero algo tenés que comer, no vas a estar hasta las dos de la mañana con la panza vacía. Mirá si encima se retrasa el vuelo. ¿Y si la comida me cae mal? ¿Y si hay turbulencia, como a la ida, y terminás vomitando este pseudo McPollo sobre el culo de la azafata? ¡O un mareo! ¿Dónde metí el Dramamine? ¿En el culo? No, uno no se pone estos medicamentos en el culo. No, acá está. ¿Y dónde está la puerta cuatro? Quizás más adelante. ¡Cuánta gente deambulando y comprando! ¿Por qué si en los free-shops hay básicamente tabaco, alcohol y azúcar los aeropuertos no tienen una leyenda advirtiendo que el volar es perjudicial para la salud? ¡Acá está la puerta cuatro, en el subsuelo!

Y ahora, que por fin llegaste, otra espera más. ¿Qué hago mientras? Escribí, Maxi. Sacá la netbook y escribí. Y contá acá, desde la puerta cuatro, sobre esa ciudad habitada por seis millones de autos que, quizás, sueñan con autopistas aun más grandes y veredas aun más pequeñas para ver si, al fin, pueden saber cómo se siente la velocidad. Sobre esa megametrópolis ennegrecida de motoristas ofuscados que, quizás, deberían volver a conducir sus pies. Y sobre esos 17,18 millones de habitantes que solo quieren llegar, a dónde tengan que ir, pero llegar, envejecer en sus casas y no en la calle, y que sus vidas sean más largas que un embotellamiento de 186 kilómetros.

Que estos dedos hablen de Marcio, el taxista que, tras dos horas y veinte minutos, se transformó en músico, escritor, casi abogado y se recibió de compañero de ruta. Sobre el Altino Arantes, “la Torre del Banespa”, y el horizonte de cemento que hay en su punta. Sobre el frecuente miedo de haberse olvidado todo en el hotel, menos los jaboncitos robados como recuerdos de lujo. Sobre el terror que te azota en los toilettes públicos. Sobre el tiempo que demanda viajar cuando uno solo demanda más tiempo para conocer. Sobre el nenito que tenés acá al lado taladrándote el oído y que los controles no detectaron como objeto punzante. Sobre esperas que desesperan. Sobre esta puta ansiedad aeroportuaria que te hace llevar la cabeza a…

- …ltima llamada para los pasajeros del vuelo TAM 8006 con destino a Buenos Aires, abordar por puerta cuatro…

Hora de volar, Maxi. Volvé a la tierra.

viernes, 5 de marzo de 2010

A-ha en Buenos Aires: A boy’s adventure tale

Foto extraída de http://a-hafanclubarg.blogspot.com

En junio de 1991, A-ha vino por primera vez al país y yo fui a las boleterías del Luna Park a comprar mi entrada, pero no pude: me faltaban varios pesos para la más barata y sabía que no iba a poder conseguirlos pronto, así que, resignado, di media vuelta y fui a gastar mi bronca en el vinilo de East Of The Sun, West Of The Moon, por aquel entonces último disco de los noruegos que no tenía porque, claro, había ahorrado para el recital. Como otros pobres que se quedaron afuera, me resigné a verlos por TV en Ritmo de la noche, puteando por el playback (aunque un tanto aliviado de no haber pagado por presenciar ese vergonzoso look indio-chic que lucía Morten Harket en esos días).

Diecinueve años más tarde, volví al (ex) “Palacio de los deportes” por la revancha. En honor al pasado, y respetando mi presente económico siempre inalterable, saqué el ticket más barato (si hoy me alcanza para lo necesario, ¿para qué exagerar?). Esta sería la primera y última vez que vería al trío: justo en la gira que los despedirá para siempre de los escenarios y señala el final de una impecable carrera que incluye, entre algunos pequeños logros, el récord Guinness de asistencia en el estadio Maracaná, repleto de 198.000 fans, 38 top ones en el mundo y ser protagonistas del mejor videoclip de la historia.

No fui el único que hizo retrospectiva la calurosa noche de ayer. Harket, Magne Furuholmen y Pål Waaktaar-Savoy, secundados por un baterista y un tecladista, salieron a las tablas e iniciaron una cuenta regresiva de 25 años de hermosas canciones, que comenzó con el synth-pop de “The Bandstand” y “Foot Of The Mountain” (ambos de su último y gran álbum, afortunadamente editado hace días en Argentina), siguió con “Analogue”, “Forever Not Yours” y avanzó hacia el pasado más conocido repasando toda la discografía (excepto temas del poco inspirado, aunque subvalorado, Memorial Beach, de 1993).

El afilado grito de “staaaaaaayyyyyy”, del coro de “Summer Moved On”, despertó la primera de las muchas standing ovations que Harket provocó durante el concierto. Pero con “Crying in the Rain” y “Stay On These Roads”, el cantante hizo caer bombachas y volar los pocos pelos de las numerosas calvas que colmaron el estadio. No era para menos, ya que estábamos escuchando en vivo y en directo a una de las mejores voces masculinas del pop (y sí, señora, señor: suena igual que en el disco y sus agudos, aunque cuestan más a los 50 años, te siguen clavando el corazón).

A partir de allí, todo sería una colección de hits: “The Blood That Moves The Body” dejó a varios pidiendo una transfusión y, en “The Living Daylights”, el público transformó a James Bond en un barrabrava, mientras un desaforado que tenía enfrente perdía cuerdas vocales y una fortuna en pulsos telefónicos transmitiendo el concierto vía celular a vaya a saber quién.

Hubo un pequeño reposo acústico, con las despojadas versiones de “Early Morning” y “And You Tell Me”, pero después siguió el compilado ochentoso: “Scoundrel Days”, “Cry Wolf”, “Manhattan Skyline”, “I’ve Been Losing You”, “Hunting High and Low” y una kraftwerkiana “Train of Thought”.

“The Sun Always Shines on TV” y la icónica “Take on Me”, como debía ser, pusieron fin a la historia. Para mí, fue un hola con sabor a adiós. Pero bueno: así son las fiestas de despedida.