Los tres días que definieron una generación con paz, amor y música
fueron también un disparate organizativo que comenzó como un negocio. El
evento símbolo de una era de ideales dio a luz un target de mercado.
Es el viernes 15 de agosto de 1969 y Richie Havens lleva casi tres
horas sobre el escenario. No fue lo planeado y ni siquiera debería estar
ahí, pero la banda Sweetwater está atascada en el tráfico de una
procesión que va hacia Woodstock a hacer historia y hay que entretener a
las masas que ya se están caldeando. El sonido va y viene, y así
seguirá. Tiene la túnica empapada y continúa golpeteando su guitarra
para pedirle las canciones que ya no tiene. Salen tres versiones de
temas de The Beatles y termina improvisando uno basado en el tradicional
"Motherless Child", que quedará inmortalizado como "Freedom".
Así empezaron los tres días de mitos, ideales,
conciertos memorables, consagraciones artísticas y toda la paz, el amor,
los excesos y el barro que hicieron del Woodstock Music & Art Fair
el fin de semana largo más importante de una generación. Pero el padre
de todos los festivales también fue, como esa apertura del violero de
Brooklyn, una sufrida, intensa y larga improvisación, además de un
desastre con suerte, hoy inconcebible, y un negocio frustrado.
El evento cumbre del hippismo nació gracias a un
aviso publicado en el Wall Street Journal. Irónico, ¿no? "Jóvenes con
capital ilimitado buscan oportunidades de inversión y propuestas de
negocios interesantes y legítimas", anunciaron John Roberts y Joel
Rosenman, chicos de familia millonaria insatisfechos con sus trabajos en
"La City" de Nueva York. Entre las respuestas que recibieron, les llamó
la atención la idea de Michael Lang y Artie Kornfeld, veinteañeros con
incipiente experiencia en el musicbiz: montar un estudio de grabación en
Woodstock, donde los músicos famosos de la zona pudieran trabajar
tranquilos, retirados de la civilización.
Con el fin de organizar un festival de música que
recaudara los fondos para la construcción del estudio, los cuatro
jóvenes se asociaron en una empresa: Woodstock Ventures (otra ironía:
Woodstock como "emprendimiento de riesgo"). Alquilaron un campo en el
pueblo de Wallkill, pero los habitantes del lugar prohibieron el
concierto por recelo ante una invasión de vagos pelilargos. Así es como
Woodstock, a solo un mes de iniciarse, se vio obligado a mudarse unos
kilómetros a la famosa "granja" de Max Yasgur en Bethel, sin servicios
básicos y con un difícil acceso, a cambio de 75.000 dólares.
En apenas tres semanas, tuvieron que montar las
instalaciones y el escenario, y conseguir el sonido, la seguridad y el
resto de la infraestructura. Los organizadores siempre dijeron que
esperaban unos 50.000 asistentes, pero lo cierto es que llevaban
vendidos más de 150.000 tickets (a un precio de 18 dólares en la venta
anticipada). Dos días antes del inicio del show, 50.000 personas ya
estaban instaladas esperando en el lugar. Atrás les seguía una
peregrinación de otros centenares de miles que abandonaron sus autos en
una ruta atestada y continuaron kilómetros a pie. Llegaban de todas las
puntas de Estados Unidos y saltaban el aún incompleto alambrado que
cercaba un lugar que pretendía ser de ingreso pago. A las pocas horas de
iniciado el festival, el miedo a los disturbios y el sentido común
hicieron resignar las intenciones capitalistas: "Este es un concierto
gratis desde ahora", anuncio el coordinador John Morris desde el
escenario.
Los organizadores terminaron con una deuda de casi
dos millones de dólares. El dinero se iba a cada minuto en traer
alimentos y alquilar helicópteros para el arribo de los artistas (a lo
que hay que sumarle las demandas legales que surgieron después del
evento). Algunos ingresos llegaron con la repercusión del documental Woodstock
(dirigido por Michael Wadleigh y editado por un Martin Scorsese en sus
veintipicos, que ganó un Oscar en 1970), y con la banda de sonido (esa
con la célebre portada de la parejita abrigada por el amor y el barro que, por cierto, parece que aún sigue abrazada). Sin embargo, alguna vez Robert y Rosenman dijeron que les tomó diez años recuperarse.
En Woodstock no hubo ganancias, no existió
merchandising oficial, la comida escaseó y la higiene y seguridad
estaban resignadas al cuidado en común y la "buena onda" de los
lugareños. Dicen que una persona falleció tras explotarle el apéndice,
otra fue arrollada por un tractor mientras dormía y una murió de
sobredosis (entre unos 400 casos de bad trips con ácido). La lluvia
transformó el lugar en un lodazal en pocas horas y de milagro no se
electrocutó nadie. Así todo, Bob Weir, de Grateful Dead, todavía
recuerda la patada que le pegó el micrófono y lo lanzó a un metro y
medio.
En Woodstock sí hubo amor, sexo, drogas, solidaridad,
deseos, ilusiones. Además de muchos de los grandes momentos de la
historia de la música a cargo de uno de los mejores y más abarcativos
line-ups que se pueda imaginar. Allí estuvieron el folk de Joan Báez, el
popular country rock de Creedence Clearwater Revival, el blues
psicodélico de Jefferson Airplane, el funk de Sly & The Family Stone
y las ragas de Ravi Shankar. En esas tablas, se hicieron famosos Joe
Cocker y Carlos Santana. Janis Joplin mostró su poder como solista, The
Who se abrió camino en Norteamérica con la fuerza de Tommy y Jimi Hendrix (con 30.000 dólares en el bolsillo, el cachet más caro del evento) empuñó "The Star-Spangled Banner"
y la convirtió en bandera del flower power. Fueron presentaciones
icónicas que la desorganización relegó a horas de la madrugada, cuando
gran parte de la audiencia estaba durmiendo o se había ido. Hendrix, en
realidad, empezó su show a las 9 de la mañana del lunes 18 y ante
"apenas" unas 30.000 personas.
Woodstock también tuvo ausencias famosas que podrían
haber reescrito el pasado. The Jeff Beck Group (que incluía a Beck,
Ronnie Wood, Rod Stewart y Aynsley Dunbar) estaba contratado, pero se
disolvió días antes del festival. Iron Butterfly nunca pudo llegar
porque quedó varado en el aeropuerto LaGuardia. Joni Mitchell se bajó
porque prefirió presentarse en un show de TV. Y Frank Zappa, The Byrds,
Free y The Doors fueron algunos de los muchos artistas que declinaron la
invitación.
En agosto de 1969, Estados Unidos tenía más de
500.000 cascos en Vietnam, la misma cantidad de almas que colmó el campo
de Woodstock en clave peace & love. Eran parte de una generación
que renegaba de los valores, las tradiciones y los mandatos de sus
padres, que pugnaba por otra realidad social y política, y que tenía al
rock, con sus letras y su imagen de rebeldía, como elemento en común.
"Woodstock llegó en un momento verdaderamente oscuro del país: una
guerra impopular, un gobierno indiferente, los derechos humanos. Cosas
que estaban empezando a virar hacia la violencia. Y ahí apareció
Woodstock, un momento de esperanza", dijo Lang a Rolling Stone en 2009,
en el 40 aniversario del concierto.
¿Pueden aquellos tres días interpretarse como la
culminación de una era de ideales, experimentación y nueva conciencia?
¿O fueron también la muestra más grande del rock como flamante nicho
comercial? ¿El primer manual de los "do's and don'ts" en el negocio de
los megafestivales para que los Hullabaloozas de hoy sean una exitosa
colocación de productos en el sector juvenil? ¿Acaso nació ahí, entre el
lodo, la "épica del aguante" como concepto de marketing?
"Hasta ese fin de semana, esos chicos que fueron a
Woodstock no sabían que eran muy diferentes a todos los demás y que
ellos pensaban muy parecido. Fueron por la música, pero encontraron algo
mucho más grande", dijo Pete Fornatale, autor del libro Back to the Garden: The Story of Woodstock en un reportaje a ABC. Su colega, Joel Makower, escritor de Woodstock: The Oral History,
hizo sonar otro acorde de la misma canción: "En cierto sentido,
llegamos a Woodstock como medio millón de individuos y nos fuimos siendo
un mercado".
Leer en Rolling Stone >>
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