“No sé si fue el paraíso o el infierno, pero fue
maravilloso”, dijo alguna vez Lillian, la madre del presidente estadounidense Jimmy
Carter, tras visitar Studio 54. La frase, hoy célebre, no solo definió el
exceso, la extravagancia y diversión del histórico boliche, sino toda una
época. Aunque bien podría describir lo entregado ayer por Pet Shop Boys: una
desprejuiciada fiesta de rayos láser, bolas de espejos, bailarines con calaveras
y cuernos, papel picado, proyecciones y cientos de cuerpos sudorosos en trance por
los encantos de dos cincuentones con conos en la cabeza y trajes platinados.
Ya lo había advertido hace siglos San Francisco de Sales: “El
baile es la procesión del diablo y aquel que entra en un baile, entra en su
posesión”. ¿Pero quién va a andar escuchando a los santos cuando se está cantando
“It’s a Sin?”. Ya cuando Neil Tennant y Chris Lowe aparecieron enmascarados de Belcebú
electrónicos en “I Wouldn’t
Normally Do This Kind of Thing”, quedamos endemoniados por estos íconos del
tecno-pop y sus canciones que quiebran posturas, abren los poros y llegan al
corazón.
En ese sentido, la cita sobre Studio 54 es, más que una
anécdota pícara de doña Carter, un testimonio de lo que la cultura disco (y ese
lugar como escenario clave) representó: la reunión y amalgama de razas, sexos y
clases en la pista de baile. No importaba si eras Bianca Jagger, Andy Warhol o
un John Doe más de la noche; ricos y pobres, elegidos y plebeyos, todos eran
parte de una misma comunidad. Y anoche en el Luna Park, más allá de toda la
parafernalia multimedia, lo que se vio fue a los últimos representantes de
aquel ideal integracionista de la música disco. Los dueños de un pluralismo
artístico que logra congregar al gerente de Mercedes Benz con el mecánico de
Warnes, a la loca de Amerika con el rugbier de San Isidro, y que todos juntos coreen
el “Together!” de “Go West” para celebrar el triunfo del puto comunismo.
En el diccionario Tennant - Lowe, no existe apartheid temporal,
musical o estético. Hasta borraron fronteras cuando el vocalista saludó a
“Santiago” y, de inmediato, enumeró “Buenos Aires, Sudamérica” en la apertura
del show, en lo que no se sabe si fue un pifie elegantemente disimulado o un verdadero
mensaje por la integración regional.
Lo cierto es que el pasado disco (“One More Chance” y “I Get
Excited”, primeros trabajos con el productor Bobby Orlando, padre del Hi-NRG)
se mezcló con el futuro dance (los estrenos de “Axis” y “Vocal”, que abrieron y
cerraron el concierto). Clásicos como “Opportunities”, “Suburbia” o “Rent” se fundieron
con los modernos “Face Like That” e “Invisible” (del reciente Elysium) bajo la gira presentación de un
álbum aún inédito (Electric, que
saldrá en julio). Hasta pegaron el flamante cover de “The Last to Die” con
“Somewhere” y juntaron, de una, a Bruce Springsteen con Broadway. Y la puesta
en escena fue un motherboard gigante que
conectó un juego de disfraces, luces, danza y actuación en vestuario y cotillón
naranja Very flúo. Ni siquiera hay
una sola definición para este espectáculo: Pet Shop Boys es, al mismo tiempo, Performance, “Discoteca” y Pandemonium.
Hacia el final, cuando ya se notaba sed de hits en el público,
“Domino Dancing” se apoderó de los pies y “Always on my Mind” de la cabeza. En “West End
Girls” cada uno estaba metido en un baile en el que entramos todos: altos y petisos;
gordos y flacos; kirchneristas y macristas; gays
and straights; marginales y celebrities.
Por casi dos horas, todos fuimos circuitos integrados por la electricidad que
produce esta banda pecaminosa, celestial, maravillosa.
Por Maximiliano Poter
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