Foto: Emiliano Rodríguez
Suena "Silenced by the Night" y Tom Chaplin alza la mano sosteniendo un estribillo que, más bien, es una raison d'être: "vos y yo nos levantaremos de nuevo, lejos de la luz, quiero amar como solíamos hacerlo". Es que no importa cuál sea la situación sentimental, en qué vericueto del querer uno esté enredado: Keane te hace sentir como si volvieras a enamorarte tras años de dolor.
Es de ellos esa fe tras el desencanto, un sufrido optimismo que se sustenta en coros que inflan pechos, notas de donde asirse para incorporarse, letras que son ungüento para las heridas y melodías que caramelizan las penas; que prometen, a pesar de todo lo que pueda haber pasado, que todo va a estar mejor. Música para recoger y unir los pedacitos y hacer de estos chicos de Batlle la banda de los corazones enmendados.
"Disfruten este momento", advirtió minutos antes en español, recordando que lo bueno cuesta todo y dura nada. Y el público respondió aferrándose a un instante por el que esperó cuatro años y se extendió en 21 preciosas canciones.
Fue una noche con un sol gris como telón de fondo. Chaplin, Tim Rice-Oxley, Richard Hughes y Jesse Quin (esto es un cuarteto ahora) salieron al escenario bajo los rayos del cartelito luminoso de Strangeland que, cada tanto, se encendía como un astro de cafetería anunciando su apertura. Todo, desde el esperanzado comienzo con "You Are Young" ("Criatura temerosa, ten fe en días más brillantes..."), hasta ese primer agite con "Bend and Break", pasando por la fragilidad de "We Might As Well Be Strangers" o la duda existencial de "Everybody's Changing", todo estará bañado de calidez e intimidad.
Strangeland es el cuarto y último álbum de los ingleses, el motivo de esta gira que los trajo por tercera vez a Buenos Aires. Pero es curioso como, en vivo, se escucha (y funciona mejor) como un virtual sucesor de Hopes and Fears. Sus temas desangelados, de clima insular, son refugios entre las emociones cenicientas de aquel debut y las turbulencias de Under The Iron Sea, ese segundo trabajo afectado por los vicios de la fama que desembocaron en peleas internas y problemas de adicción en Chaplin. Así, "On the Road", "Disconnected" y "Sea Fog" emergen y se lucen junto a clásicos del setlist como "Is It Any Wonder?" o "This Is the Last Time".
"Spiralling" y "Perfect Symmetry", los únicos dos pasos por el tercer disco, aportaron colorido y rubricaron la imagen de Rice-Oxley como el mejor violero del piano. Se contorsiona, patea, arenga y machaca negras y blancas con la distorsión de mil pedales. Uno puede subirse a sus teclas y alcanzar la épica de estadio sin necesidad de colgarse de una Fender a la altura de las pelotas. Y desde ese techo del entusiasmo, zambullirse al rinconcito introspectivo de "A Bad Dream" y "Hamburg Song", con Chaplin enfrentado en el órgano y mostrando una entereza vocal loable hasta en los falsetes más traicioneros y a prueba del "sonido Luna Park" (ya una etiqueta funesta de este recinto).
Hay coro y llanto multitudinario en "Bedshaped". El final se adivina y, tras los bises de "Sea Fog" y "Sovereing Light Café", "Crystal Ball" lo confirma con un deseo para calmar tanta alma angustiada: "Dime que la vida es bella, espejito, espejito...". Quedan todos encantados por la tónica de un cuento de hadas. Los corazones bombean en graves y los cachetes se inflaman como los de Chaplin, ruborizados, tal vez, por haber sentido tanto amor después del amor.
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