Amor de madres
Rodrigo García es mucho más que el hijo del gran Gabriel García Márquez. Es un especialista en retratar la psiquis humana, en especial la femenina. Esto lo pudimos comprobar en sus obras anteriores como Con sólo mirarte (1999), Nueve vidas (2005) y la excelente serie In Treatment (En terapia), en la que fue productor y director de decenas de capítulos, y que justamente se desarrollaba en un consultorio psicológico.
Fiel al estilo de su filmografía, Amor de madres es un relato coral concentrado en tres mujeres que sirven para retratar diversos estadios y expresiones de la maternidad: Naomi Watts, como una joven ejecutiva de un estudio de abogados, liberal e independiente, que termina embarazada de forma inesperada tras un affaire con su muy mayor jefe; Kerry Washington, en el papel de una chica incapaz de tener hijos y ansiosa por obtener un bebé en adopción; y la cada vez más brillante Annette Benning, quien luego de su excelente interpretación en Mi familia, vuelve a descollar aquí en el rol de una médica en sus cincuenta años, solterona, que decide buscar a la hija que abandonó en su adolescencia.
Estos tres caminos se terminarán vinculando (como es de esperar) y nos ofrecerán un viaje por distintas problemáticas y subtramas: los conflictos de la adopción, los miedos de la maternidad primeriza, los desafíos de un embarazo no deseado, la angustia, la culpa y la ausencia. La cinta destila, por momentos, cierta moralina aleccionadora y peca, para mi gusto, de un final muy hollywoodense (¿acaso responsabilidad del productor del film, el siempre polite Alejandro González Iñárritu?). Pero eso no quita que Amor de madres sea una muy buena película, intensa, que ofrece algunas lecturas notables, actuaciones ejemplares y varias escenas emocionalmente demandantes (no solo para las mujeres).
El Oso Yogi, la película
Primero fueron Los Picapiedras, luego Scooby-Doo y ahora le toca el turno de sumarse a la pantalla grande a, quizás, el plantígrado más famoso del mundo, ideado por esa factoría de personajes animados que supo ser el estudio Hanna-Barbera, allá por la década del 50.
La adaptación al cine del Oso Yogi guarda mucha relación estética con la que se hizo de Scooby-Doo en 2002, donde personajes reales interactuaban con una versión digitalizada y algo caricaturizada de la criatura. Pero también lo hace en la tónica del film, que conserva el mismo estilo de humor infantil y los gags “chaplinescos” del dibujo animado. En esta ocasión, vamos a ver de vuelta a Yogi (con la voz de Dan Aykroyd) y a su fiel compañero Boo Boo (a cargo de Justin Timberlake) en sus clásicas andanzas de robar cestas de picnic a los visitantes del parque Jellystone. La dosis de actualidad corre por el toque ecologista del guión: el bosque está en peligro de desaparecer porque un malvado alcalde quiere recortar gastos públicos, por lo que Yogi, junto al guardaparques Smith y una joven documentalista, se lanza a la aventura de salvar su hábitat.
Uno podría pedir una adaptación más “jugada” y no tan insulsa, pero hay que recordar que tanto este dibujo, como todos los productos de Hanna-Barbera en general, eran livianos, familiares y políticamente correctos (quizás con alguna excepción por el lado de Don Gato y su pandilla). Así, El Oso Yogi, la película no tiene otra pretensión más que ser un producto digno y a la altura de un clásico: entretenimiento conservador (en todos los sentidos).
De amor y otras adicciones
Siempre se dice que el que mucho abarca poco aprieta, incluso en el cine. Pero este nuevo film de Edward Zwick (Leyendas de pasión, El último samurai, Diamante de sangre) cumple en su tarea de comprender una gran diversidad de temas sin soltarnos de la butaca.
La historia se centra en Jamie (Jake Gyllenhaal), empleado seductor y casanova de una casa de electrodomésticos que, tras ser despedido, consigue empleo como visitador médico del poderoso laboratorio Pfizer, y utilizará sus dotes de pillo y Don Juan para que los galenos comiencen a recetar un nuevo antidepresivo de la empresa. En esta tarea, conocerá a una paciente llamada Maggie (Anne Hathaway), chica artista, bohemia e independiente que sufre de Parkinson en su fase inicial.
El director se las ingenia muy bien para evitar caer en el melodrama y transformar un relato candidato al bodrio lacrimógeno en una película muy disfrutable, que reúne distintos tonos y temas, desde el drama de una enfermedad terminal hasta una cínica mirada sobre el modus operandi de la industria farmacéutica. Hay chistes buenos, chistes muy malos, sexo, Viagra, sorpresas, ternura, lugares comunes, escenas olvidables, ironía y sí: alguna que otra lágrima, pero todo en dosis controladas, terapéuticas. Lo necesario para salir del cine contento, estable y sin efectos secundarios.
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